Tardó unos minutos pero al final encontró lo que buscaba. Golpeó varias veces con la linterna en la puerta pidiendo ayuda a voces. Tenía que dejar claro que estaba vivo y que no le confundieran con un muerto viviente. Su misión en la Tierra todavía no se había acabado y tenía que conservar su vida.
Su mayor preocupación en ese momento era que apareciera algún enviado de Dios que asustara a los soldados en la entrada y le impidiera cumplir con su misión. Golpeó de nuevo en la puerta y finalmente recibió una respuesta.
-¿Quién vive? –Preguntó una voz con cierta sorna.
-Soy el padre Díaz. Me he caído al foso. La entrada está llena de esas horribles bestias –dijo tratando de poner algo de miedo en su tono de voz- Ábranme, por el amor de Dios. No he sido mordido ni soy una amenaza.
-Eso tendremos que juzgarlo nosotros –dijo la voz mientras la puerta metálica se abría.
Una luz se encendió en el interior y el sacerdote dio unos pasos adelante. Cuando entró en el pequeño habitáculo la puerta se cerró a sus espaldas. Había entrado lo que parecía una apertura en la muralla y delante tenía otra puerta metálica que permanecía cerrada. Observó una cámara encima del techo.
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