Con las primeras luces del día nos pusimos en marcha lo más rápido posible. Había que recuperar el tiempo perdido con la oscuridad de la noche. Y esperar un milagro. Bes no había pasado una buena noche. Y estaba a pocas horas de entrar en shock, o algo peor. No había manera de saberlo con seguridad. Las horas iban avanzando lentamente y nosotros no parecíamos estar más cerca de nuestro objetivo que al amanecer. Notaba la desesperación apoderándose de mí con cada paso que daba. Incapaz de hacer más por mi compañera. Pero no podía dejar que la frustración se me notara. La gente contaba conmigo. Tenía que mantener la moral alta, o en algún lugar por encima de muerta.
El sol estaba alto en el cielo cuando comenzamos a escuchar un ruido parecido a un trueno. Primero pensamos que sería una tormenta que se acercaba. Más malas noticias. Pero el ruido se iba acercando a cada minuto y comenzamos a ver una nube de polvo en el horizonte. Al principio era una pequeña mancha que a cada segundo se iba haciendo más grande. Dios, nunca me había alegrado tanto de ver a uno de esos humbeey, esos malditos mastodontes todoterreno militares y come combustibles con tracción a las cuatro ruedas. Al llegar a nuestra altura frenó y entre todos subimos a Bes a la parte trasera. Harry estaba en el asiento del copiloto sonriendo y mirándome con esa cara que decía “te lo dije Doc”.
Los dos días se convirtieron en un par de horas con el acelerador a fondo. Poco antes de llegar al refugio les mandamos el mensaje de que estábamos a unos minutos de llegar y comenzaran los preparativos. Era una maniobra peligrosa. Practicaba infinidad de veces, pero aún así… Al fondo veíamos ya la colina, y encima, levantándose majestuosamente las murallas a las que llamábamos “casa”.
Como habíamos previsto en unos minutos llegamos al píe de la colina donde ya estaban preparando la camilla para elevarla hasta el castillo. Un par de vigas que sobresalían de la muralla aguantaban las poleas con las cuerdas que nos ayudarían a subir a Bes más rápido que por el camino principal; en un abrir y cerrar de ojos la camilla estaba ascendiendo. Rápidamente me dirigí hacia el camino que me llevaría al castillo. Ese maldito camino. Una interminable sucesión de escaleras de piedras que ascendían por un camino que tenía a un lado parte de la montaña y al otro el vacío. Y maldije al imbécil que nos convenció para dejarlo así. Sí, claro, era una decisión lógica. Los zombies no eran precisamente los mejores acróbatas de la historia, y subir escaleras para ellos era como caminar cabeza abajo para los pobres mortales. Eso les ralentizaba. Eso nos hacía ganar tiempo. Era el único camino hacia el castillo. Todo muy bonito y práctico. Pero no en aquellos momentos. Notaba mis piernas cada vez más pesadas. Los músculos al límite y quemando. Y mis pulmones pidiendo más oxígeno del que les podía proporcionar.
Tras unos larguísimos minutos atravesé la puerta principal del castillo y me dirigí inmediatamente, como pude, hacia la zona de la enfermería. Afortunadamente para todos, yo no era la única persona con conocimientos médicos así que respiré tranquilo cuando, a través del cristal de la sala inmunizada, la persona que se estaba encargando de Bes me alzó el pulgar en señal de esperanza. Sin aliento me dejé caer sobre la pared y luego sobre el suelo. Intentando recuperar el aliento y frotándome las piernas. Definitivamente me iban a doler al día siguiente.
Fue entonces cuando una familiar voz apareció a mi lado, “¿Qué hay de nuevo, viejo?”
Era la última persona a la que quería ver en ese momento. El autodenominado jefe, el mandamás, el que lo controlaba todo y tomaba las decisiones, el imbécil de G. No confundir con Ge. En realidad se llamaba Gerald, o Gerardo, pero le gustaba que se dirigieran a él como G. Yo nunca lo hacía.
Si gracias al desastre el mundo dejó de necesitar abogados, se podría haber llevado también a los informáticos. Empezando por G.