Por el camino apenas vieron zombis. Seguramente el centro de la ciudad debía ser más atractivo para ellos que la costa. Y, al contrario que con la primera plaga, no había coches abandonados en medio de la calzada, ni volcados ni ardiendo. Claro que si se tenía en cuenta las restricciones de tráfico por la Cabalgata de Reyes a lo mejor eso resultaba una mejor explicación que la de suponer que la gente se había portado de forma civilizada y tomado el tiempo para aparcar los coches.
El Paseo Marítimo, tan lleno de ritmo (o eso decían los jóvenes del lugar) a esas horas de la noche estaba desierto. Todos los locales estaban cerrados, con las luces apagadas. Lo único que parecía estar vivo eran los hoteles, aunque la mayoría parecía haber optado por pasar desapercibidos tratando de apagar el mayor número de luces posibles y así no llamar la atención de los zombis.
La llegada al hotel no rompió el incómodo silencio. Entraron al garaje subterráneo donde les estaban esperando varios miembros de seguridad vestidos con traje de vacío. Habían activado el protocolo para recibir gente de fuera. Armados y atentos le sindicaron que bajaran del vehículo.