Los centinelas miraron de arriba abajo al padre Xavier esperando que sacara algún arma de su sotana… a pesar de no llevarla, y sólo tener el alzacuello para que se le identificara como sacerdote. Sonrió al ver a los centinelas ponerse en guardia al aparecer.
-Creo que el Sargento Rock me ha dado permiso para hablar con la prisionera –dijo tratando de aparentar inocencia.
Los soldados señalaron a su acompañante.
-Bueno, he pensado que sería mejor entrar acompañado –dijo sin perder la sonrisa- en caso de que la prisionera… bueno… se pusiera violenta. No quiero que ustedes dejen de vigilar la entrada y causarles más molestias. Este amable compañero suyo se ha prestado a protegerme.
Los soldados intercambiaron miradas entre ellos. Y dado que ninguno esperaba ningún problema y tampoco querían que le pasara nada al sacerdote asintieron con la cabeza y les dejaron entrar.
El calabozo era un edificio aparte en el que únicamente había celdas. Un espacio rectangular con las celdas individuales situadas a un lado y un largo pasillo que las recorría. Las celdas consistían en un aseo y un camastro únicamente y una fila de barrotes a modo de puerta.
Mara estaba tumbada en el camastro con la mirada perdida en el techo cuando llegaron el padre Xavier y el soldado Ortiz, y al principio no pareció notar su presencia.
-¿Cómo te encuentras Mara? –preguntó el sacerdote a modo de saludo.
Al escuchar la familiar voz Mara se reincorporó levemente y estudió a los recién llegados.
-Xavier, creía que eras el sargento de nuevo, es un poco pesado la verdad –dijo resoplando.
El sacerdote buscó con la mirada una silla o algo en lo que sentarse y poder hablar cómodamente. Pero al parecer el sargento no había sido tan amable.
-Parece que estás mejor que la última vez que nos vimos –señaló finalmente.
-Es lo que tienen descansar en una cama decente y tres comidas diarias –respondió Mara- que recuperas las fuerzas. Como ya le dije, un sueño hecho realidad.
El padre Xavier esbozó una leve sonrisa. Luego volvió a poner gesto serio.
-Dicen que has hecho cosas muy graves.
Mara no pareció muy preocupada.
-Eso es lo que dice el sargento –señaló-, no deja de darme la lata con que firme una declaración de culpabilidad y me dejará libre… o al menos no me matará.
-¿Es cierto entonces? -preguntó el sacerdote preocupado-. ¿Mataste a todos los habitantes de una ciudad y luego la redujiste a cenizas?
-Eso dicen que hice –dijo Mara suspirando-, claro que mis recuerdos son otros, y mi versión también, pero para lo que sirve aquí dentro. El sargento no parece interesado en conocer la verdad.
Ortiz aprovechó para intervenir.
-La verdad es que el sargento no es una persona muy apreciada –dijo-, fue trasladado a la base poco antes de que nos asignaran a la defensa de las ciudades. Y ahora parece creerse el amo de la base por encima de los rangos.
-Algo habrá que hacer entonces para resolverlo –dijo Mara con tono indiferente.
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