Diarios de la Primera Plaga (del diario de Doc). Por J.D. (III)


En una situación así mucha gente dice ver pasar por delante de sus ojos su vida. Otros aseguran que el tiempo se detiene o se ralentiza y lo ven todo a cámara lenta. ¿Yo? Pienso en mi perro Gus. Fue un fiel compañero que por motivos que no vienen al caso tuve que sacrificar. Recuerdo su mirada, como de perrito apaleado, como si me estuviera pidiendo perdón por el sufrimiento que estaba ocasionando. Recuerdo sus ojos. Y recuerdo que una parte de mí se sentía culpable por tener que quitarle la vida, y otra estaba agradecida por acabar con su sufrimiento. ¿Con los zombies? No tengo dudas, no son seres humanos, tampoco son animales, no merecen existir y no tengo remordimientos cada vez que matamos a uno. Da igual lo que hubiera sido antes. Ahora sólo es una anomalía que ni la naturaleza reconoce como suya.

Mientras mi cerebro interpretaba la carga de los zombies mis manos ya habían comenzado a actuar, la escopeta, situada en mi costado se levantó paralela a la tierra y disparó su primer tiro; un zombie voló dos metros hacia atrás sin gran parte de su tronco, mi mano izquierda recargaba la escopeta mientras subía lentamente y disparaba de nuevo, alcanzando la barbilla de otro zombie, y llevándose de paso gran parte del cráneo del mismo. La mano derecha se alzó junto a la izquierda que ya estaba expulsando el cartucho y cuando la tenía casi a la altura de mis hombros volvió a disparar, separando el brazo del cuerpo de otro zombie. A continuación ya tenía la escopeta apoyada en el hombro y le volé la cabeza. Me giré a tiempo para que otro zombie, que venía hacia mí con la boca completamente abierta esperando catar carne, se encontró con el cañón de mi escopeta y sin pensárselo siguió como si nada, disparé y sus sesos salieron volando por detrás de su cráneo. Saqué la escopeta de su boca y vi a un zombie con la mano en el aire, sobre uno de mis compañeros, disparé y la mano se desintegró, me acerqué para asegurar el tiro y el zombie dejó de tener hambre, y boca, ya de paso.

Y tan rápido como había empezado, acabó, cuando me giraba para ver si quedaba alguno más comprobé que no era así. Y fue cuando empezaron los gemidos y quejidos. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Treinta segundos? ¿Un minuto? ¿Dos? La verdad es que nunca me acordaba de cronometrarlo, pero para mí siempre pasaba en un suspiro.

“¡Doc, aquí!” -escuché. Era lo bueno de llevar tiempo juntos, no tenía que ir de un lado para otro comprobando quién estaba más grave, ellos se encargaban de la selección y me llamaban al lugar en que era más necesitado.

En este caso se trataba de Bes, una chica que llevaba un par de años con nosotros. Tenía la yugular seccionada, pero la chica con nervios de acero había conseguido parar la hemorragia. Mientras le aplicaba unos vendajes de urgencia indiqué al resto de supervivientes que se dividieran, tres para explorar el resto del granero, comprobar que no había más sorpresas, si había algo de utilidad y conseguir material para hacer una camilla; Bes no podía valerse por sí misma en su situación. Al resto les indiqué que movieran los cadáveres al interior del granero, recuperaran lo que pudieran de los compañeros caídos, incluyendo sus diarios, e hicieran lo mismo con sus restos.

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